Sacamantecas
Sacamantecas

Sacamantecas

Atareada preparando carolos con vino dulce caliente, en su banco de madera sobre la gran piedra de la chimenea, Maiña pellizcaba trocitos de corteza de pan de maíz, que iba añadiendo a la taza de barro con vino tinto que tenía cerca de las brasas, a la que luego con la precisión que tendría una gueisa preparando el té, añadiría un pellizco de azúcar y saborearía con lentitud, casi parsimoniosa.

De cuando en cuando me observaba de reojo, conteniendo su pícara sonrisa y alargando el momento en que al fin me contaría la historia de Rudosinda, aprovechándose de que todavía no se habían encendido las velas y únicamente la luz que desprendían las brasas, iluminaba la estancia. Mientras que yo esperando, me entretenía dibujando con un garabullo en la ceniza.

– A tua tatarabuela Rudosinda foi alimentada por unha loba, que coincidiu no parto co de Sinda, a súa nai…

Así fue como Maiña comenzó a contarme la historia de Rudosinda, la historia que durante años, me había esquivado hábilmente.

Rudosinda se crió entre animales y pócimas. De su madre aprendió el amor y entendimiento con los animales y de su abuela el de la vida en libertad con la naturaleza y el aprovechamiento de diversos vegetales, flores, raíces y setas, tanto para alimento como para medicina.

A la edad de dieciséis años sufrió una caída tonta al tropezar con una raíz y caer por un acantilado. En esa caída notó la presencia de la luz protectora, pero no en la distancia como hasta entonces, sino que la luz la poseyó totalmente justo antes del impacto, para inmediatamente salir de sí misma como si tuviese alas.

Después de aquello sus sentidos se intensificaron, llegando a tener visiones e incluso levitaciones, por ello y para evitar que sus padres se enterasen, los fue convenciendo para independizarse parcialmente y consiguió que Antonio, su padre, le hiciese un pequeño apartamento colindante con la casa familiar, pero con acceso independiente.

El apartamento era tan solo una salita con un pequeño aseo y sin cocina, ya que Sinda quería seguir controlando la alimentación de Rudosinda. Tenía un pequeño camastro de madera con un colchón enorme de lana, una mesa con dos bancos y una gran estantería en la que Rudosinda tenía unos cuantos libros y varios tarros con ungüentos de los que preparaba junto a su abuela Runda.
Ese pequeño espacio le daba una gran libertad de movimiento y evitaba que sus padres sufriesen con sus pequeñas crisis.

Lo que no evitaba las sempiternas discusiones acerca de la entrada de animales en la casa.

Esto no puede ser Rudosinda, tus padres te malcrían, lo tienes todo desordenado y sucio, deberías impedir la entrada a todos estos bichos, le dice su abuela Runda.
Mientras una pareja de lobos gruñe desganada, desde una alfombra al lado del fuego y una pequeña gatita ronronea frotándose el lomo contra los pies de Rudosinda.

Exageras abuela, los bichos que tú dices, son mis amigos y son más limpios que nadie.
Las pequeñas discusiones con su abuela eran habituales y siempre por los mismo, pero en lo que las dos estaban interesadas era en las pócimas que Runda conocía herencia de sus antepasados, pócimas que repasaban, cuando de repente Rudosinda sufre un pequeño mareo.

¿Qué te pasa?, dice Runda mientras sostiene a Rudosinda, que casi se cae al suelo inesperadamente.
Nada Abuela, solo un pequeño dolor de cabeza, tras un pequeño desconcierto Rudosinda se incorpora preocupada y disimulando.
¿Quieres que te prepare algo, para el dolor de cabeza?
Ya pasó abuela, gracias.
Rudosinda había recibido el impacto de unas tenebrosas imágenes, de su primo Pedro, el hijo menor de su tío Caesar, imágenes entrecortadas, de dolor y oscuridad.

Severino Pupim, miraba el reflejo de su rostro en el desconchado espejo que colgaba de la pared y se preguntaba de donde habría salido aquel espejo, él no recordaba haberlo colgado, el espejo le devolvía su imagen aniñada, quizás un poco afeminada y marcada por antiguas heridas.

Yo no tengo la culpa…es su culpa….la culpa es suya.
El niño es inocente, le responde la imagen del espejo.
…no es verdad, el niño está gordito, dice Severino.
Estás loco, loco……más que loco. Señoría, está loco, deben encerrarlo.
¡! CALLATEEE……CALLATE ¡!, tú no sabes nada…nada..nada..nada.
Y grito tras grito arranca el espejo de la pared, como si fuese a tirarlo y entonces se ve reflejado mostrando una inesperada sonrisa… y delicadamente coloca otra vez el espejo en el gancho de la pared y lo nivela con sumo cuidado.

La estancia en la que se encontraba Severino, era apenas una pequeña habitación, con una chimenea en la esquina, de cuya repisa colgaban cuchillos, sierras y tijeras de varios tamaños y sobre los leños, ahora apagados, una gran cacerola de hierro, colgada por una cadena que parecía perderse por el negro agujero de la salida de gases.

Al lado de la chimenea una destartalada estantería cargada de tacos de jabones y saquitos de un ungüento especial que preparaba Severino, para curar las dolencias de la piel.

En la esquina contraria, un pequeño camastro y a su lado sobre lo que parecía un perchero, un amasijo de ropa, un sombrero de tela negra, y un saco reforzado con cintas de cuero.

En el centro de la habitación una trampilla de madera que parecía llevar a un sótano escavado en el suelo y justo sobre ella una mesa de madera, llena de manchas, restos de carne y cortes de cuchillo.

Severino se acercó a la chimenea, encendió el fuego y soltó el gancho que mantenía la cacerola de hierro en alto, ahora con la cacerola a la altura del fuego observa atentamente los cuchillos y tijeras que cuelgan de la repisa, intentando decidir cuál es el más adecuado, mientras murmura…

Loco dice…. ¿quién está loco?… él está loco, no yo…. ¿qué culpa tengo yo?
Severino recuerda su niñez en la aldea de Estrar de la parroquia de Os anxeles, sus padres, pobres de misericordia y catetos le enseñaron lo poco que pudieron de la vida, al fin y al cabo los hijos los querían para que les ayudasen en las labores del campo y sobre todo a su madre en la agotadora labor de fabricar jabones. De pequeño intentaba jugar con los otros niños del pueblo, pero ellos se reían de él debido a su físico afeminado y a su baja estatura.

A la edad de doce años, estando recibiendo una soberana paliza por parte de uno de los abusones del pueblo, al que no había podido evitar, recibe la ayuda de un extraño, que con una sola mano alza en alto al abusón y le inca los dientes en el cuello, succionando la sangre que cae a borbotones de la herida entre sus largos y afilados colmillos, hasta que desmadejado lo lanza a la cuneta.

No tengas miedo, tu y yo vamos a ser amigos… si tu quieres. Le dice el extraño.
Pero… le ha matado… ¿Está muerto?… dirán que he sido yo. Le contesta Severino.
Nadie tiene por qué saberlo… solo tu y yo… y somos amigos ¿No?. Le dice el extraño.
Si somos amigos… y los amigos se guardan secretos… será nuestro primer secreto de amigos. Le responde Severino.
Ahora tienes que hacerme un favor… porque los amigos se hacen favores, ¿No?.
Si claro que si… lo que sea.
Debes prepararme un ungüento con la grasa de ese, le dice el extraño señalando al muerto.
¿Cómo un jabón líquido?, le pregunta Severino.
Si y además le añadirás las hierbas que yo te diré. ¿Podrás hacerlo?
Si señor, eso yo lo sé hacer muy bien, le responde Severino mirando al abusón y cuando gira la mirada hacia el extraño, este había desaparecido, dejándolo solo y con mucho trabajo.
Rudosinda esperó a que su abuela se fuese, no quería intranquilizarla, al menos mientras no supiese lo que estaba pasando, luego salió de casa seguida de sus dos lobos y se dirigió, al lugar que aparecía en las visiones que tuvo de Pedro, allí en el camino cerca del pueblo, junto a un gran castaño, los lobos se inquietaron y comenzaron a olfatear.

Kay, Dark…..buscar… buscar…. Y pedro… ¿dónde está Pedro?
Mientras los lobos buscaban el rastro, ella encontró un caramelo todavía en su envoltorio pisoteado en la tierra, a su vez los lobos se habían quedado oliendo lo que parecían fibras de algún tipo de saco, entonces recordó al vendedor que recorría la zona, vendiendo jabones, caramelos y otras cosas, era un tipo que siempre le había resultado inquietante, tan bajito y aniñado, pero ante todo con un interior oscuro, que reflejaba en su negra mirada.

Tengo que avisar a mis tíos, dice mientras se dirige a su casa, apenas a unos metros de allí.
La casa de su tío Caesar, era la más bonita de la aldea, estaba rodeada de una pequeña valla que protegía de los animales, la gran cantidad de flores y árboles frutales que la rodeaban. Entro en la casa sin llamar, tal y como acostumbraba a hacer y se dirigió a la cocina, en la que se encontró con su tía Manuela.

Hola tía, ¿sabes dónde está Pedro?
Pedro anda jugando cerca del castaño, Rudosinda.
No, no está allí, estoy preocupada, ¿Dónde está el tío?
¡! Hay no ¡! , ¿por qué?, no hace ni media hora que le he visto…. CAESAR…. CAESARR..
Como Caesar tardaba en aparecer, Rudosinda le dijo a su tía que lo fuese a buscar y que ella buscaría a Pedro por las cercanías del río, con la ayuda de los lobos.

Desde el castaño, los lobos siguieron el rastro hasta el río y allí lo perdieron, entonces Rudosinda recordó que el vendedor, era de una aldea cercana y decidió dirigirse a ella y preguntar por él, ya que era la única pista que tenía, para encontrar a Pedro.

Por el camino se le hizo de noche, pero ella no cejó en su empeño y al llegar a la aldea, preguntó en la primera casa, a una señora que amablemente le abrió la puerta.

Señora, ¿sabe dónde vive el vendedor de jabones?
Claro, pero es muy tarde y ese hombre no es de fiar, vete a casa niña, entonces la señora reparo en la presencia de los lobos y decidió decirle de que casa se trataba.
La casa por llamarla de alguna manera, no era más que un chabolo, que a duras penas se mantenía en pie, seguramente gracias a que estaba entre dos casas, que parecían sostenerlo.

De pie ante la puerta, llamó con sus nudillos y esperó pacientemente.

¿Quién es a estas horas?, se escuchó una débil voz desde el interior.
Abra por favor, quiero preguntarle algo, le dice desde fuera Rudosinda.
Estas no son horas… Vete… VETE.
Rudosinda no tenía la certeza de que aquel hombre tuviese nada que ver con la desaparición de Pedro, ni siquiera estaba segura de que hubiese desaparecido, solo aquellas visiones y no eran suficientes para armar un escándalo, además los lobos no daban señales de que Pedro estuviese cerca, por lo que decidió irse deseando encontrar a Pedro en su casa.

Al darse la vuelta se encontró de frente con su padre y su tío, que habían seguido el mismo camino que ella, buscando a Pedro.

Aparta cariño, le dice su padre, mientras de una patada arranca la puerta del chabolo de Severino Pupim.
En el interior, Severino estaba separando la grasa de la carne, con un cuchillo de grandes dimensiones, se sobresaltó e intentó escapar, pero la casa solo tenía una salida, por lo que se quedó a medias y desconcertado suplicaba.

¡! No me maten ¡! ¡! No me maten ¡!, solo hago jabón.. no tengo la culpa… la culpa no es mía, mientras a gatas se escondía bajo la mesa, sobre la trampilla que daba al sótano.
¡! ES UN JABALÍ ¡!, gritó Caesar… la carne es de un jabalí.
Intentaron hablar con el hombrecillo, para saber de Pedro, pero él solo respondía con incoherencias y decidieron dejar al pobre loco y seguir buscando a Pedro, lamentando el tiempo que habían perdido.

Se fueron en dirección a sus casas, esperando que al llegar se encontraran a Pedro esperándoles, pero al llegar a un alto desde el que se veía toda la comarca, pudieron ver en la distancia varios grupos de búsqueda a tenor de las luces de las antorchas.

Todos los vecinos estaban buscando al pequeño, incluso los alguaciles del conde se unieron en la búsqueda en deferencia a la familia de Caesar.

Fueron los alguaciles hablando con Rudosinda, los que le dieron idea de cómo buscar y es que según ellos años atrás había sucedido algo similar en un pueblo de los alrededores, y también Severino Pupim fue relacionado y tampoco se encontraron pruebas que lo incriminaran.

Pedro se despertó asustado y desorientado, estaba atado de pies y manos con una mordaza en la boca, le envolvía una total oscuridad en un ambiente muy húmedo. Intento escuchar algún sonido, pero nada, intentó forzar las ligaduras y le resultó imposible, también gritar pero ningún sonido afloro de sus labios tapados. Decidió centrar sus esfuerzos en respirar, mientras sus ojos se empañaban, esperando que esa pesadilla acabase.

El tiempo se hizo eterno, no sabía cuánto llevaba en ese lugar, intentó recordar y poco a poco le vinieron a la memoria recuerdos recortados, apenas visiones que le indicaban que había ido a recoger un caramelo, todos los días a la misma hora en una piedra al lado del castaño encontraba uno.

Ésta vez llegó un poco antes y se encontró con un hombrecillo, que no debería ser más alto que él, que estaba dejando el caramelo sobre la piedra, lejos de asustarse, lo que pensó es en la suerte que tenía de haber encontrado al benefactor que le dejaba esos caramelos, quizás esta vez consiguiese un buen puñado.

Hola señor, soy Pedro.
Pedro, que bonito nombre, yo soy el vendedor de jabones, ¿te gustan los caramelos?, le pregunta, mientras por la comisura de sus labios resbalaba un hilo de saliva.
Sí señor, me gustan mucho.
Pues yo aquí te he traído uno, pero si quieres podemos ir a buscar más, los tengo muy cerca de aquí.
No puedo, mis padres no me dejan ir muy lejos.
Bueno no importa, hay otros niños para dárselos, y Severino se fue caminando con el saco al hombro.
Espere señor, si no está muy lejos voy con usted, que todavía es temprano.
Y le siguió en su camino durante un rato, luego ya no recuerda nada más, solo el dolor de cabeza le hace pensar que recibió un golpe. Esos recuerdos le atemorizan todavía más e intenta desatarse, sin conseguirlo.

Debía llevar horas atado, apenas notaba sus pies y sus manos, en ocasiones se dormía y al despertar de nuevo estaba en la misma pesadilla, de pronto el chirriar de los goznes de una puerta, sobresalta a Pedro, que intenta de nuevo moverse, resultándole imposible y la tenue luz de una vela ilumina parcialmente el lugar, que parece una cueva con las paredes de tierra, chorreantes de humedad.

La silueta de una persona se acerca a él y puede ver que se trata del vendedor de jabones, que con una gran sonrisa le observa con atención, casi con devoción y que de pronto comienza a hablar con él mismo, mientras trastea con algunos recipientes de metal, como rascándolos para limpiarlos, unos contra otros.

Mama decía, cochino…. Limpia… limpia. Si todo estaba limpio.
Por eso limpio… limpio todo.
No es mi culpa… ¿Sabes?, estas gordito…. La culpa es tuya.
Lo que hago… es necesario… es la única manera, ¿Sabes?
Yo también era gordito… se reían de mi… los niños… los de la aldea.
Por eso lo arregle… lo arregle todo, y después todo queda limpio… gracias al jabón.
Tu también vas a limpiar… veras como lo arreglas todo.
Me buscan… siempre me buscan… por eso te tuve que dejar aquí… pero ya no.
Y acercándose a Pedro, le tapa la boca y la nariz impidiéndole respirar, el niño se retuerce intentando zafarse y mira a Severino implorándole, que con una sonrisa en la boca y con los ojos inyectados en sangre, continúa ahogándole, hasta que los ojos se le cierran y la negrura le invade.

De camino al pueblo del vendedor de jabones, Kay y Dark, los lobos de Rudosinda, comienzan de repente un aullido lastimero, que recorre las colinas, mientras una tormenta negra se acerca inexorablemente y Rudosinda tiene un mareo que la hace detenerse y apoyarse en un árbol cercano, para a continuación tener la visión de Pedro ahogándose.

Cansada, se deja caer al suelo y es inmediatamente lamida con cariño, por los lobos, mientras las lágrimas pugnan por salir de sus ojos y ella las retiene, no queriendo rendirse. Tenía que llegar al final, por doloroso que éste fuese.

Rudosinda creía que la única manera de saber si Severino tenía algo que ver, era vigilando todos sus movimientos desde la cercanía, por eso se dirigía a su casa, con la intención de entrar en el sótano y esperar acontecimientos. Para ello, los lobos deberían quedarse en el bosque, ya que su entrada en el pueblo alertaría a los perros y éstos a Severino.

Quietos aquí amigos.
Los lobos inquietos asintieron desganados, se sentaron y dispusieron a esperar.

Rudosinda, había observado la existencia del sótano en la casa y esperaba que éste tuviese una entrada exterior, por la parte trasera de la casa, ya que así era en casi todas las casas, para poder entrar las mercancías que se almacenaban en ellos.

Amparándose en la oscuridad nocturna y en la negrura que dejaba la tormenta que se acercaba, se adentró en la aldea por la parte trasera de las casas, hasta localizar la que buscaba, tenía razón bajo la casa había un sótano con acceso para mercancías, con una pequeña puerta de madera, con sumo cuidado intenta forzar la cerradura con una pequeña daga que siempre llevaba consigo, hasta que ésta cedió y pudo entrar intentando no hacer ningún ruido.

Una granizada sobre los tejados aparenta el repicar de cien tambores y la oscuridad total del interior del sótano es interrumpida drásticamente por la luminosidad de los rayos, que dibujan figuras fantasmagóricas con los enseres medio abandonados del interior y en la gran cantidad de telas de araña, mientras que los truenos ponen el punto final a la tenebrosa melodía.

Rudosinda aprovecha la intermitente iluminación para situarse y encontrar la escala que da acceso a la vivienda superior, una simple escalera de madera de pino, por la que sube con sumo cuidado hasta toparse con la trampilla. La empuja levemente y comprueba que cede, lamentablemente la oscuridad no le deja ver el interior y decide esperar, sentada en el último escalón.

En el bosquecillo cercano Kay y Dark se inquietan, dan vueltas nerviosos y parecen decidir una estrategia, al pronto Kay emprende una carrera en dirección a su aldea, mientras que Dark comienza a caminar hacia el pueblo cercano en busca de Rudosinda.

En la escalera Rudosinda escucha el chirriar de la puerta de entrada y el sonido de unos pasos sobre el suelo de madera de la estancia y al poco la iluminación de una vela atraviesa por la separación de las tablas e ilumina parcialmente el sótano.

Tengo que conseguir un asno, que cargue con el peso, que ya no tengo edad para esto, se dice Severino a sí mismo.
Luego con sumo cuidado abre el saco que ha colocado sobre la mesa, extiende el cuerpo de Pedro y comienza a desnudarlo, cuando llaman a la puerta.

¿Quién es, estas no son horas?
¡! ABRE ¡!, dice una voz autoritaria desde el exterior.
Obedientemente corre a abrir la puerta y se disculpa con el interlocutor, mientras que Rudosinda intenta ver algo por la pequeña apertura de la trampilla, no sabe lo que estaba haciendo en la mesa Severino, porque ésta está sobre la trampilla, pero sí que puede ver como Severino abre la puerta y se inclina obedientemente ante una persona cubierta hasta los pies por una gran capa, lamentablemente era imposible verle la cara, cubierta por una capucha.

Esta misma noche acabas con esto… ¿entiendes?, inútil… que eres un INUTIL.
Perdón señor, no pasará más, verá como tengo mucho cuidado… lo limpio todo… todo quedará limpio, se lo prometo.
Dame lo mío gañán.
Si señor, y se dirige a la estantería de donde coge uno de los saquitos de ungüento y se lo entrega.
El extraño abandona el lugar y Severino cierra la puerta, con dificultad debido a los daños que le ocasionara Antonio al derribarla, y enfadado da una pequeña patada a la puerta para ajustarla y poder cerrarla, mientras continúa murmurando.

Loco… inútil… anormal… ¿Qué sabrán ellos?… ¿acaso limpian?… no, no… ellos no limpian… Yo limpio… todo lo limpio yo.
Parsimoniosamente enciende el fuego de la chimenea y descuelga el caldero de metal, para continuar con su maléfica labor. Escoge uno de los cuchillos de la repisa y lo afila contra una piedra, luego continua desvistiendo a Pedro y tira sus ropas al suelo.

En ese momento Rudosinda ve como la ropa de Pedro cae al suelo, levanta con ímpetu la trampilla y le clava la pequeña daga en el pie a Severino, que gritando dolorosamente se arrastra hasta el camastro, mientras que Rudosinda sale por la trampilla, de debajo de la mesa y se abalanza sobre Pedro que se encuentra medio desnudo e inerte.

Con desesperación Rudosinda lanza un grito de dolor abrazando a su primo, apretándose a él como para devolverle la consciencia, un rayo ilumina la estancia y Pedro entreabre los ojos, pero sus escasas fuerzas le devuelven a la negrura, Rudosinda golpea su pecho y le grita.

¡! DESPIERTA PEDRO ¡!, mientras lo zarandea… despierta… no te duermas… no me dejes cariño…
La tormenta incrementa su ritmo, la luminosidad de los rayos se intensifica, las sombras fantasmagóricas se suceden y una de ellas se abalanza con las garras abiertas sobre Rudosinda, que de repente se siente agarrada por detrás e intenta zafarse, pero la fuerza de Severino se lo impide, éste presiona el débil cuello de la chica para ahogarla y ella siente que comienza a desfallecer, las fuerzas se le escapan mientras que Severino sabiéndose ganador muestra una mueca de satisfacción que podría parecerse a una sonrisa quebrada.

Un fuerte golpe en la madera de la trampilla del sótano y aparece la furiosa cabeza de Dark, que se lanza sobre Severino y con sus grandes fauces engulle su cuello, Una nueva serie de rayos nos muestra a Severino desmadejado entre las fauces del lobo, mientras que la sangre de su cuello chorrea sobre el piso de madera y se cuela por las gritas en el sótano.

Un golpe y la puerta de la casa cae, apareciendo por ella Kay junto con Antonio y Caesar a los que siguen los alguaciles del conde, que intentan inútilmente apartar a Dark del cuello de Severino.

Rudosinda intenta de nuevo reanimar a Pedro, realizándole presiones en el pecho e insuflándole aire en los pulmones, hasta que despierta entre estertores y se abraza a ella llorando mientras Antonio y Caesar los rodean con sus brazos.

Fuera bajo la fuerte granizada alguien cubierto por una capa ha estado observándolo todo y malhumorado gira sobre sí mismo y desaparece en las sombras.

Me medio desperté en el regazo de Maiña camino de la cama y ya no tenía edad, por lo que disimule que continuaba dormido, avergonzado y emocionado. Maiña me depositó sobre la cama y me arropo cariñosamente, luego me dio un beso en la mejilla y yo mantuve ese tierno contacto en mi mente hasta que me dormí.

FIN

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