Santa compaña
Santa compaña

Santa compaña

Las tertulias familiares en torno a la chimenea eran muy interesantes, excepto cuando tocaba rezar el Rosario. Yo siempre las esperaba y a veces las provocaba, tenían un halo de misterio y es que según de lo que se hablaba, mi abuela materna, mandaba bajar la voz y cerrar todas las contraventanas, por miedo a ser escuchados desde fuera, sobre todo cuando se hablaba de Franco.

Las historias de las tertulias eran muchas, pero había una en especial que a mi me interesaba mucho y era la de la “Santa Compaña”. Era vista también como un presagio de alguna catástrofe venidera, como una plaga o una guerra, o, por lo menos, de la muerte de aquel que había observado dicho evento. Las personas que estuvieran en el camino y se toparan con ella podían elegir entre dos opciones: arrojarse al suelo y sentir las gélidas pisadas de los espíritus o dejarse llevar por ellos, corriendo el riesgo de ser depositados lejos de su casa o morir durante la furiosa embestida y pasar a ser otro integrante más de la misma. A los niños se nos advertía de que nos tapáramos los ojos para evadir la visión. Otros creían que los espíritus de las personas podían ser sacados de sus cuerpos durante el sueño para participar en el recorrido.

Después de haber visto la luz protectora que nos seguía a mi padre y a mí, pareció abrírseme  una puerta a otra dimensión, que yo evitaba cruzar, desentendiendome de las visiones que tenía, a veces fantasmagóricas viendo personas en lugares o posiciones imposibles, otras agobiantes presionándome el pecho de tal manera que apenas podía respirar. Todas ellas terminaban con la aparición de la luz que lo abarcaba todo.

Comenzaba a oscurecer y una tormenta amenazaba con remojarnos, pero un amigo mío había conseguido que su hermano mayor le “dejara” su Mobylette nueva y estábamos probándola, en la carretera de Os Anxeles a Bertamirans. Cuando me tocó a mí, coincidió que al fondo de una recta en Alqueidón, estaban los guardias civiles montando un control y no me quedó otra que desviarme, en dirección a la aldea de Estrar.

Tras pasar por Vilanoba, tuve que cruzar un pequeño bosquecillo, de pronto los vientos se animaron y una capa oscura de nubes cubrió los cielos, las hojas caídas se arremolinaban y la moto se paró. Mientras intentaba encender de nuevo la moto, miré hacia atrás en busca de aquella luz protectora y no la vi.

Los sonidos normales de la noche, fueron sustituidos por un sonido extraño, como un canto de misa, como si el viento en combinación con la maleza se hubiese convertido en un coro gregoriano, y frente a mi aparecieron unas sombras envueltas en espesa niebla, que las velas que llevaban hacían resaltar.

Aparté la moto a un lado y la luz que no encontraba, se posó sobre mi, eso me tranquilizó y pude observar como al frente de aquella comitiva iba Faustino, un vecino de Estrar que llevaba un tiempo enfermo, con una gran cruz sujeta fuertemente entre sus manos y con la cara demacrada, miraba al frente con temor.

Tras Faustino dos hileras de encapuchados, que mostraban a la luz de las velas que portaban, sus esqueléticas facciones, llevando los primeros lo que parecía un ataúd, sobre sus hombros. Según iban pasando  por aquél pequeño camino de tierra, el ambiente se tornó helado con un olor a cera quemada y el viento arreciaba de tal forma que el remolino de hojas, parecía querer arrancarme del suelo. Suelo, dónde yo parecía estar anclado.

Sentía que debía seguirlos, que me iba la vida en ello, mientras que los encapuchados me dirigían miradas tenebrosas y de reproche, miradas profundas desde el interior de las cuencas vacías de los ojos. Y las voces, voces de ultratumba, primero melosas, luego acuciantes y exigentes, me apremiaban a unirme al grupo y yo las creía, incluso lo necesitaba… necesitaba acompañarlos.

Al poco el olor a cera quemada cesó y su lugar fue ocupado por un olor penetrante a descomposición, mientras la comitiva se alejaba arrastrando sus pies desnudos sobre una nube de hojas secas y la moto se encendía, inexplicablemente.

En cuclillas, desgranando maíz sobre una cesta de mimbre, Maiña escuchaba mi historia, prestándome mucha atención, mientras yo le contaba mi visión de la Santa Compaña, me pareció que no la sorprendía y que tan solo se dolía por Faustino…

Cesar Ferreira

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