La tía Maria
La tía Maria

La tía Maria

Nunca se me ocurrió fingir enfermedad para no asistir al cole, pero si se me hubiese ocurrido, tendría que pasar por un doloroso ritual, y es que el primer remedio de Maiña ante un fuerte constipado o gripe era más bien parecido a una tortura china, y es que te desnudaba, te frotaba la espalda con aguardiente y te atizaba por toda ella con un manojo de ortigas, luego te tapaba con una montaña de mantas y sudabas durante horas la gota gorda, eso sí, era mano de santo, se te iban todas las tonterías y los catarros también.

Por eso en aquella ocasión estaba enterrado en mantas por culpa de unas décimas de fiebre y tenía derecho a lloriquear quejosamente, incluso implorar mimitos y con ellos que Maiña me contase otra historia sobre mi tatarabuela Rudosinda.

Quiexaste moito Manolo, que non e para tanto.
Estou moi maliño Maiña, contame outra historia.
Está ben, pero logo comes todo o caldo.
Prometoche que sí, non deixarei nin gota.
Rudosinda foi enviada ao boticario da tía María para un aprendizaje…
La tía María era aquella mujercita fuerte y nerviosa, delgada y pequeña de pelo canoso, que ha vivido sola toda su vida, que no tuvo nunca pretendientes y que llegada una determinada edad adoptó la vestimenta de las viudas, tiñó todas sus ropas de negro y se colocó un pañuelo cubriendo el pelo. Asidua a las misas diarias, se ocupaba de que no faltasen flores al pie del santo y de que el comedor de los pobres estuviese bien abastecido.

Vivía justo enfrente de la iglesia en la plaza del pueblo, en una casa de dos plantas realizada con cantería de granito trabajado a cincel por los canteros del pueblo, en la planta baja tenía una botica forrada de madera y con grandes estanterías llenas de tarros de cerámica blanca con ribetes de distintos colores en los que se encontraban rotulados los nombres de sus contenidos, harinas de distintos tipos de hierbas, raíces o setas, aceites diversos y varios destilados, también animales desecados, emplastes y masillas… y en la trastienda tenía un taller con un pequeño alambique, varios morteros de diversos tamaños realizados en mármol y un pequeño molino de piedra además de una zona de almacén con infinidad de productos autóctonos y exóticos.

En la trastienda se encontraba la escalera de subida a la primera planta, realizada igualmente en cantería, cubierta por una alfombra de rico tejido con pasamanos de madera torneada y en la primera planta, prácticamente un santuario, con las paredes ocupadas por litografías de santos, apóstoles y cruces de su venerado cristo en cada estancia. El mobiliario de madera noble y sobrecargado de mantelitos hechos al ganchillo por ella misma, al igual que las cortinas y los edredones y dominándolo todo una gran estantería cargada de libros de distintos tamaños, algunos muy antiguos y escritos en varios idiomas.

A esta casa acudía hoy por primera vez y gracias a las recomendaciones del conde, Rudosinda en calidad de aprendiz de boticaria, para ampliar los conocimientos que ya tenía de su abuela Runda. Lo hacía muy interesada, aunque preocupada por tener que pasar varias horas al día en compañía de una desconocida. Había hecho sonar una campanilla que estaba en el mostrador y esperaba observando la gran cantidad de tarros que tenían las estanterías y la diversidad de productos que contenían, algunos ni siquiera había oído hablar de ellos.

– Hola querida… ¿tú debes de ser Rudosinda?

– Si señora, le responde sorprendida gratamente por la voz melodiosa y la agradable apariencia de la tía María.

– Dame dos besos, estoy muy contenta de que vengas a ayudarme, ya voy vieja y tengo mucho trabajo, además estoy muy sola y tu compañía me vendrá bien.

– Seguro que puede sola, pero le agradezco que me acoja en su casa, le responde Rudosinda, dándole dos besos a la anciana.

– Ven a la trastienda que te daré una bata para que no te manches.

En la trastienda Rudosinda sigue sorprendida por la gran cantidad de productos que allí se encuentra y tras colocarse la bata que le dio la anciana, ambas se dispusieron sentadas en un banco frente a una mesa a separar hojitas secas de tomillo del inmenso montón de matas que sobre la mesa había y a colocarlas en los tarros de cerámica que rotulados con el título de Tomillo mantenían en una mesa lateral, luego la anciana le dijo que iría a preparar un café y la dejo sola con la labor y con una sonrisa en los labios de lo contenta que estaba.

Como cada domingo, desde bien entrada la madrugada, las calles del pueblo se llenan de carruajes, que desde distintos puntos de la comarca llegan para vender sus productos, productos de todo tipo que colocan en tarimas bajo toldos para su venta y con ellos los titiriteros, magos, tahúres, vendedores varios y mendigos, pululan por las calles y plazas en busca de ingresos con los que pasar el resto de la semana.

La procesión nocturna de carros deja una estela de faroles y antorchas por los caminos del condado y fortalece relaciones entre vecinos que durante toda la semana no tienen la oportunidad de verse, ocupados como están todos en sembrar, cosechar o cuidar de su ganado.

La familia de Antón lleva al pueblo en ésta ocasión, melones y sandias, recogidas el día anterior en sus tierras, las llevan en un carro pobre, tirado por dos vacas, vacas que surten a la familia de leche y con suerte algún ternero que vender al año, vacas que usan para labrar la tierra, que abonan con su estiércol. Antón dirige el carro delante de las dos vacas, seguido por sus padres caminando tras él.

El continuo chirriar del roce de la madera engrasada, mantiene a Antón ensimismado pensando en sus cosas, a él no le gusta ir a la feria, no quiere que se le reconozca como granjero, la naturaleza le ha dotado de una fortaleza impresionante y él quiere dedicarse a la lucha callejera, donde el ganador consigue una buena bolsa y la admiración de los demás. Despistado como estaba no se dio cuenta de la piedra en el camino y ésta hizo que la maltrecha rueda terminase saliéndose del eje y volcado el carro hacia la cuneta y con él, los melones y sandias rodando por el campo.

– ANTON, gritó su padre.

– Lo siento no he visto la piedra.

– Siempre pensando en las musarañas hijo, le dice la madre.

– Necesitamos algo que nos sirva de palanca, para levantar el carro y reparar la rueda, coge el hacha y busca algo en el bosque, nosotros recogeremos la fruta que se pueda aprovechar.

Se dirige con el hacha al bosquecillo que hay al lado del camino y cuando se encuentra a una distancia en que no le pueden ver, se apoya en un viejo pino y enciende un cigarrillo, tenía tiempo, sus padres tardarían en recoger toda la fruta, el humo del cigarrillo subía como queriendo alcanzar la luna y él siguió con sus pensamientos de grandeza… si, estaba seguro algún día sería admirado y envidiado, una pequeña sonrisa asoma a sus labios mientras escucha los sonidos de la noche.

Los padres de Antón están recogiendo la fruta, cuando otro carro cargado con sacos de patatas llega con el habitual sonido del chirriar de ruedas a su lado.

– ¿Necesitas ayuda vecino?, le pregunta el carretero, que viene con su mujer y tres niñas de corta edad.

– No viene mal amigo, mira la que tenemos montada.

De pronto un alarido desgarrador rompe la paz nocturna y tras él el silencio absoluto, tanto que hasta la luna llena detiene su lento caminar, como para prestar atención al suceso.

Los padres de Antón salen corriendo hacia el bosquecillo, temiendo que a su hijo le haya pasado algo grave y no tardan en ver como la luna les muestra el colorido ensangrentado de los pinos y los restos desperdigados de lo que antes era la esperanza de sus vidas.

Rudosinda llega al pueblo con su primo Pedro, le había prometido llevarle a la feria y además pasaría a saludar a la tía María y a darle una docena de huevos que su madre le enviaba, hace ya un par de meses que trabaja como aprendiza en su botica y está muy contenta. El pueblo está de fiesta como cada domingo debido a la feria y los pequeños corretean entre los carromatos, mientras se montan los puestos de venta, ajenos todos a lo ocurrido a uno de ellos por el camino.

Pedro se detiene ante el puesto de caramelos embobado observando sus vivos colores y Rudosinda le compra una bolsita, entonces ve salir de la iglesia a la tía María y se dirige a su encuentro llevando de la mano a su sobrino.

Buenos días María ¿Cómo se encuentra?
Hay que alegría hija, muy bien… ¿Has venido a la Feria?
Sí, le prometí a mi primo que le traería.
Ya veo, que niño más guapo… pero venir a casa y desayunamos juntos.
No, no se preocupe, estará ocupada.
Ni hablar no tengo nada mejor que hacer, y los tres se dirigieron a casa de la tía María.
Mientras disfrutan de unas ricas pastas acompañadas de leche caliente, escuchan el triste repicar de las campanas anunciando una muerte y notan un alboroto en la plaza, se asoman al balcón para enterarse de lo que pasa, y observan cómo se hacen corrillos que gritan con grandes aspavientos, le preguntan a una vecina que pasaba echándose las manos a la cabeza y ella les dice.

Una desgracia tía María… han matado a un chico en el monte… uno de los feriantes… cuanta maldad señor.
Qué barbaridad, donde iremos a parar, le responde la tía María, y dirigiéndose a Rudosinda.
Tengo que ir a la iglesia a rezar por el alma del pobre desgraciado y hacer los preparativos para el sepelio, siento dejaros solos.
No se preocupe María, lo entendemos… nosotros daremos una vuelta por la feria.
Justo al lado de la feria discurre un pequeño riachuelo con el fondo cargado de grandes rocas, lo que hace que el discurrir de las aguas deje un sonido cantarín. Rudosinda y Pedro se sentaron en un banco de los que allí había para disfrutar de la sombra y el frescor del lugar y en ese momento Rudosinda sufrió un pequeño mareo, la vista se le nubló y las aguas cambiaron a un color rojo carmesí, disimuló todo lo que pudo para no preocupar a su primo, pero ella si estaba preocupada, esa visión le indicaba que graves sucesos estaban a punto de ocurrir.

En misa la tía María escucha devotamente al cura, que ha recibido una nota de los alguaciles, – …Hermanos recemos una oración por el alma de Antón, vecino de Vilar, que ayer fue atacado por un animal salvaje en las cercanías del pueblo el sepelio al que todos estamos invitados se realizará pasado mañana con la asistencia de la familia y amigos… Que el señor lo tenga en su gloría, Amen… Amen respondió la tía María y se incorporó para colocarse la primera para confesarse, éste mundo se había vuelto loco y ella quería estar en paz con el señor en todo momento.

Luego satisfecha y en paz con Dios se fue para la botica, ella los domingos no abría el negocio por ser el día del señor, pero no dejaba de atender cualquier necesidad que pudiese surgir, al salir de la iglesia vio lo que todos los domingos a esa hora, las calles repletas de gentes de todos los rincones del condado buscando la mejor oferta de los productos que necesitan, una pequeña tullida le agarra de su falda al pasar pidiéndole una limosna y ella saca de su faltriquera una pequeña bolsita y le da una moneda al tiempo que le acaricia el cabello.

En el interior de la botica pasa al lado de una de las estanterías y recoloca alguno de los tarros de cerámica, mientras les pasa un paño para quitarles el polvo, se fija en especial en uno de ellos y cuando lo va a coger, retira la mano temblorosa y se santigua.

María inquieta en la cama intenta forzar el sueño que la inminente tormenta le impide conciliar. Murmurando el rosario, pide mentalmente al señor que le ayude en la lucha, mientras en su interior, otra María pugna por salir. Los primeros relámpagos iluminan la estancia mostrando figuras fantasmagóricas, que parecen desplazarse por las paredes y el techo depredadoramente, como buscando alimento. María intensifica su rezo y cierra los ojos. Poco después un fuerte trueno que hizo que las paredes de madera temblasen, la despertó, abrió los ojos inyectados en sangre y se levantó de la cama, lo hizo con la energía de una jovencita y descalza caminó hacía la botica, con solo una imagen en su mente, la de aquel tarro, mezcla de especies y polvo de setas que la liberaba, que hacía romper sus cadenas ideológicas, cadenas que arrastraba fruto de su educación sobre lo bueno y lo malo. Alcanzó el tarro de la estantería y abriendo la tapa, esnifó largamente su contenido, siendo invadida por una fuerza liberadora imparable, mientras que la otra María se desvanecía en su interior y desaparecía.

Las sombras de la noche la acogieron bajo los empedrados soportales, esporádicamente iluminados por los rayos de la tormenta que inexorablemente se acercaba, amenazando con una gran tromba de agua y viento. María, vestida de negro como habitualmente pero con el pelo suelto, erguida y resuelta camina hacía la pequeña taberna iluminada por faroles y se sienta ante el mostrador, el tabernero no la reconoce ni siquiera nota que se trata de una mujer.

Tabernero aguardiente.
Y éste coloca ante ella una pequeña taza de barro con el blanco líquido solicitado, mientras ella de un trago vacía la taza y le pide otra, tras esto el tabernero se retira a observar la partida de cartas que cuatro feligreses juegan en una de las mesas, feligreses que apenas levantaron la mirada, para a continuación seguir jugando.

Luego la pequeña taberna se convirtió en un infierno, María poseída por una fuerza sobrehumana se abalanzó sobre el grupo que jugaba tranquilamente y los destrozó con solo sus manos, arrancándoles de cuajo sus miembros y rasgándoles sus vientres, mientras las paredes se embadurnaban de sangre y de vísceras.

Al poco María sale de la taberna, con la mirada serena y una sonrisa en los labios, evita el soportal y camina por el centro de la calle, bajo una cascada de agua que poco a poco lava su cara y ropas de sangre y restos, camina lentamente hacia su casa y ya dentro, se desnuda y acuesta, durmiendo enseguida plácidamente.

Fuera una ranita que animada por el agua cruzaba la empedrada calle, era la única testigo de los hechos. Y mientras las rodaduras ocasionadas en la piedra por las ruedas de los carros a lo largo de los tiempos, servían ahora de desagüe colorado a los restos desprendidos de María en su camino a casa, un grito bajo los soportales y el sonar de las campanas, despiden a la tormenta y dan la bienvenida a un nuevo día.

Como cada día desde hace meses, Rudosinda se dirige a su trabajo en la botica, cuando ve que alrededor de la taberna se forman corrillos y decide acercarse a ver qué ocurre, bajo los soportales los vecinos comentan la desgracia ocurrida durante la noche y Rudosinda le pregunta a una conocida.

¿Qué ha ocurrido, Carmen?
Una matanza niña… el demonio anda suelto.
Ante la entrada de la taberna los alguaciles del conde impiden la entrada a los curiosos, pero a Rudosinda la conocen y respetan y le permiten la entrada. Dentro de la taberna no había un centímetro libre de sangre o restos, cinco personas desmembradas unas sobre otras y con sus miembros desperdigados en el suelo o sobre las sillas mesas o mostrador.

Rudosinda nota la presencia del mal y acaricia levemente la pluma que lleva en el bolsillo de la capa. Entonces es cuando ve a Faustino, el dueño de la taberna, mirando la partida y como una sombra maléfica le agarra por detrás, mientras que con sus uñas le desgarra el cuello, arrancándole de cuajo la cabeza. Luego Pepe, el dueño del ultramarinos que siempre termina la jornada jugando una partida de cartas, es agarrado por los pelos por la sombra, que con un tirón le tira de la silla y le arranca uno de los brazos. Manolo y Andrés, dos hermanos de una aldea vecina, que todos los días retrasan su llegada a casa, para no aguantar las quejas de sus mujeres, asustados caen con sus sillas hacia atrás y la sombra les alcanza en el suelo, agarrando a cada uno de ellos con una mano por sus vientres y retorciéndolos, hasta que los intestinos salen de sus cuerpos. Eladio el hijo de Jacinto el peluquero, el más joven de todos, consigue escapar y esconderse tras el mostrador y allí le alcanza la sombra, que le degüella rasgándole el cuello con las uñas. Después la sombra ve como Pepe se arrastra por el suelo queriendo escapar y acercándose a él le pisa la cabeza con tal fuerza que se la deja aplastada contra las piedras del suelo.

Rudosinda sufre un mareo y es hábilmente sujetada por el alguacil al mando.

Cuidado señorita.
Gracias, no es nada, no se preocupe.
Sale a la calle siguiendo a la sombra, que deja un rastro de sangre sobre la calzada y se dirige a la botica.

Rudosinda entra en la botica usando sus llaves y dentro ve que uno de los frascos está descolocado, mientras observa el frasco, se le erizan los pelos de la nuca, sabiéndose observada.

Buenos días hija, escucha la melodiosa voz de la tía María y con una lagrima en la mejilla, le contesta.
Buenos días María, recoloca el frasco y se dirige a la trastienda, donde se coloca el delantal y unos guantes, para comenzar su trabajo, disimulando todo lo que le es posible.
Durante la mañana se las ingenia para enviarle un mensaje al conde por medio de uno de sus alguaciles, en el mensaje le pide ayuda y le envía instrucciones de cómo pueden llegar a solucionar el caso.

A media tarde un mensajero del conde llega a la botica y pregunta por la tía María.

Traigo un requerimiento del señor conde, para la Señora María Teixeira, la propietaria de la botica.
Yo soy María, ¿Qué desea el señor conde?, le contesta María siendo observada por Rudosinda.
Como todos los años el señor conde hará entrega de un premio a una persona distinguida por su entrega a los demás y en ésta ocasión, usted ha sido la persona elegida.
Que bien María, la felicito, le dice Rudosinda, mientras observa lo emocionada que está María.
Pues si les parece bien he traído un carruaje para llevarlas al castillo.
Está bien, cerramos y le acompañamos, denos unos minutos, por favor, le dice Rudosinda abrazando y animando a María.
El carruaje llega al castillo cuando comienza a anochecer y nada más traspasar el portón de entrada, es asaltado por Marta y Julia las hijas del conde, que sabiendo la llegada de Rudosinda no han podido contenerse, abrazan y besan a Rudosinda e insisten en llevar ellas mismas su pequeño equipaje hasta las habitaciones, que el conde había mandado preparar a instancias de Rudosinda.

María siguiendo a las niñas y a Rudosinda se sentía satisfecha de que se le reconocieran sus desvelos en la ayuda a los más desamparados, aunque un poco avergonzada dada su natural timidez, de no ser por Rudosinda no podría aceptar tal honor.

Las dos son instaladas en habitaciones contiguas e invitadas a la cena que en honor a María se dará a continuación, mientras esperan, Rudosinda muestra a María las distintas estancias del castillo, siempre de la mano de Marta y de Julia.

Luego en la cena María es felicitada por los condes, que le rinden honores y agradecen sus esfuerzos para con los vecinos más desfavorecidos y la convocan para el día siguiente a un fastuoso acto con la asistencia de varias autoridades civiles y eclesiásticas.

Durante la noche Rudosinda espera la visita de alguien que parece no querer venir y se aventura por los pasillos en su búsqueda, ya que todo su plan depende de ello, por eso murmura – señor conde ¿a qué espera? Necesito su ayuda – tras varias horas de espera y desesperada, regresa a su cuarto con la intención de dormir un poco, ya que su plan se ha venido abajo, se inclina vestida sobre la cama y el cansancio la rinde en unos instantes.

María se despierta en la fastuosa cama de madera circundada por doseles acortinados y se sorprende; Su mirada está cargada de sangre y sus facciones han dejado de ser bondadosas, para convertirse en duras expresiones de maldad, rescata de lo más hondo de su ser la memoria de las últimas horas y ahora sí, ya lo entiende todo. Aquella niñata le ha engañado y le ha llevado a una trampa, murmura con desprecio su nombre – Rudosinda – luego esboza una leve sonrisa, seguida de una risita apagada y decide vengarse, se levanta y tal como está, descalza y en camisón de dormir, se dirige a la habitación de Rudosinda, entra en ella con un leve chirriar de los goznes y la mira durmiendo plácidamente sobre la cama, vestida tal como la alcanzó el sueño.

Un ligero ruido tras las paredes la despista durante un rato, luego se dirige a la cama en la que duerme Rudosinda y otra vez el ruido, pero en ésta ocasión, mucho más claro, como cadenas arrastrándose por el suelo empedrado, escucha durante un rato y al notar el silencio decide terminar de una vez, arrancándole la vida a aquella niñata insensata esparciendo sus vísceras por tan bonita habitación.

Agarra a Rudosinda por sus ropas y la alza sobre su cuerpo como si de una pluma se tratase y al intentar clavarle las uñas, nota como éstas se derriten en contacto con la piel ahora extrañamente luminosa de Rudosinda y el dolor de los dedos quemados, hacen que abruptamente la suelte, para sorpresivamente notar sobre el vientre como unas gruesas y oxidadas cadenas la enrollan y arrastran hacia la pared, dónde un anciano con ropajes de monje templario y mirada negra y profunda le espera, ella se resiste con todas sus fuerzas, gritando desesperada, intentando agarrarse con las uñas a todo lo que alcanza, pero la fuerza del viejo conde la arrastra inexorablemente a la pared y al toparse con ella, el violento golpe separa a las dos Marías.

Mientras a éste lado la tía María es abrazada y protegida por Rudosinda y ella da las gracias al viejo conde, al otro lado los gritos angustiados de la otra María, se mezclan con el sonido de las cadenas que la arrastran y en respuesta a Rudosinda se escucha un gruñido del viejo conde.

Los guardias del castillo y los condes no tardaron en aparecer y se encontraron con Rudosinda abrazada a la tía María en el suelo, consolándola, ya que ésta se había despertado y comenzaba a darse cuenta de todo lo que había hecho, hasta ese momento bajo la influencia del ser malvado, María no había tenido la posibilidad de reaccionar, pero ahora con su ausencia lo recordaba todo y se desesperaba, llorando como una niña.

Ya estaba amaneciendo y el conde en su sillón de mando, con la condesa a su lado, tomaba la decisión de internar a María en un convento de monjas, lugar en el que estaría a salvo de todas las tentaciones y en el que podría dedicarse enteramente al bien, dejando al cargo de la botica a Rudosinda.

Ante el conde de rodillas María rezaba agradecida, mientras que tras ella apoyándola con las manos en sus hombros Rudosinda agradecía al conde su benevolencia.

Gracias señor conde, le estaremos eternamente agradecidas.
Somos nosotros los que debemos agradecerte tantas y tantas cosas a ti, mi querida Rudosinda, que ni en dos vidas podríamos hacerlo.
Empapado en sudores y con la piel roja por el efecto de las ortigas, ésta vez no me había dormido y pude escuchar la historia hasta el final, pero ahora me dejaba llevar por la modorra, mientras recibía las caricias de Maiña.

FIN

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