Chupasangre
Chupasangre

Chupasangre

En misa custodiado en medio de mis tías (para evitar mis pequeñas travesuras) me pregunto, ¿por qué Maiña nunca viene? ella está por encima de esas cosas terrenales, es mi conclusión, quizás incluso por encima de éste Dios que se predica, al menos en lo que a mi respeta sí.

Aguanto estoicamente el responso del párroco, murmurando atropelladamente los rezos correspondientes, en espera de la recompensa posterior al buen comportamiento. Una merienda dominical con mi abuela y quizás con suerte un nuevo capítulo de la vida de mi tatarabuela Rudosinda.

En cuclillas sobre el césped (su postura preferida), da pellizcos a la brona (pan de maíz) y con una pequeña navaja corta finas lonchas de tocino salado, que añade y se lleva a la boca lenta y gratamente, saboreando sus sabores ácidos y salados en espera de que me intranquilice y reclame la continuación de la historia, a sabiendas, me resisto y espero pacientemente… un poquito… un poquito… un poquito más…

¡! Maiña ¡!… cóntame… vamos … veña.
¿Qué prisa tes Manolo?
Abúrrome Maiña.
Manuela, a nai de Pedro, curmá de Rudosinda, era natural de Bastavales e tiña unha sobriña chamada Isaura …
Isaura había caído enferma unos días atrás y por medio de la familia pidieron ayuda a Runda, que decidió que dados los síntomas que le indicaron, debía verla directamente, por eso iniciaron el viaje en un carro tirado por dos caballos en compañía de Antonio, Rudosinda y ella a los que la pareja de lobos Kay y Dark, no quisieron dejar solos.

Llegaron a la casa de Isaura tras la puesta del sol y en la casa los padres les explicaron que Isaura llevaba una semana encamada, sin comer, debilitada y en estado semiconsciente.

Llévanos a su dormitorio… Acompáñame Rudosinda, dice Runda.
Al abrir la puerta del dormitorio una corriente de aire helado les azotó el rostro, en el interior sobre un camastro de madera con barrotes torneados, hundida sobre un voluminoso colchón de lana, con la mirada perdida, una pétrea palidez y con el cuerpo rígido y sudoroso, Isaura se debatía entre éste mundo y el otro. Desde la pared un Cristo de latón sobre una cruz de madera parecía esperar.

Necesito la sangre de un conejo, un poco de aguardiente y agua hirviendo, pidió Runda.
Rudosinda, tu ayúdame a desvestirla.
Si, abuela.
Al comenzar a desnudarla Runda ya pudo observar lo que sospechaba y es que Isaura tenía dos pequeñas incisiones en el cuello, rodeadas de piel amoratada.

Amasó una pequeña pasta que llevaba en su hatillo y se la colocó sobre la herida a modo de emplaste, luego frotó con aguardiente todo el cuerpo de la chica masajeándolo y cuando le trajeron el agua caliente, vertió sobre ella un pellizco de unos polvos que llevaba en un saquito y parte de la sangre que había pedido.

Ayudarme a incorporarla, tiene que beber esto.
Entre las tres mujeres forzaron a Isaura a tragar la infusión, la acostaron y la cubrieron con las mantas, dejándola descansar en soledad pero bajo la vigilancia de los hombres de la casa y encerrada en su habitación a petición de Runda.

Isaura ha sido mordida por un animal, tenemos que vigilar que no la vuelva a morder, eso sería mortal, les dice Runda a los padres de Isaura, que esperaban ansiosos.
No os preocupéis, nos quedaremos a ayudar, hasta que se recupere, dice Rudosinda, mientras Antonio y Runda asienten, preocupados.
Fuera bajo la arboleda, una figura encapuchada espera a la luz de la luna, lamentándose de los últimos acontecimientos, los lobos en guardia ante la puerta de la casa gruñeron amenazadoramente y se giró, mostrando su pálido y demacrado rostro, marcado por las oscuras cuencas de los ojos inyectados en sangre, para desaparecer seguido de otra figura oculta en las sombras, renqueante de una pierna y con la cabeza caída sobre uno de sus hombros.

Al día siguiente en la aldea de Bastavales, corrió la noticia de la visita de tan afamada curandera y muchos fueron los vecinos que acudieron a consultarla. Al parecer había dos chicas más con los mismos síntomas que Isaura, a las que Runda iría de inmediato a curar, pero lo que les dejó más sorprendidos fue la desaparición de un niño de similar constitución que Pedro, en extrañas circunstancias.

Mientras Runda acudía a curar a las chicas custodiada por Antonio, Rudosinda decidió investigar un poco la desaparición de aquél niño y seguida de la pareja de lobos se acercó a su casa, dónde los padres la recibieron preocupados.

Mi hijo es un buen chico señorita, cariñoso y obediente… nunca se iría de casa, le dice la madre, frotándose con nerviosismo las manos al faldón con los ojos llorosos.
Lo sé señora, pero cuénteme como fue…
No sabemos cómo fue, solo se fue a jugar y no regresó, dice el padre.
Días antes… se interrumpió la madre.
Dígame señora, cualquier cosa puede ayudar.
Le encontramos escondido un caramelo y no quiso decirnos quien se lo dio, nos enfadamos mucho… ¿Cree usted que por eso se escapó?, dice la madre, esta vez llorando desesperadamente.
Ahora Rudosinda si se mostró preocupada, pero disimulando da un abrazo a la señora y le promete buscar a su hijo, a sabiendas de que ya era tarde para encontrarlo.

No muy lejos de allí, en un lugar dónde la luz del sol jamás ha entrado, iluminado por gruesos cirios colocados en huecos realizados a tal efecto en las paredes, cargadas de humedad y ennegrecidas por el moho.

Sentado desnudo sobre la esquina de un destartalado camastro, una figura esquelética, es masajeada con un ungüento especial, por un desmejorado Severino Pupim que a ratos recoge un pequeño puñado de un saquito que mantiene a su lado y lo extiende cuidadosamente sobre la piel acartonada de su señor.

El ungüento gracias al que todavía puede medio caminar entre los vivos, sin estar vivo y es que a su señor le resulta imprescindible, ya que su piel se reseca y desprende como piel muerta y esa pomada que solo Severino puede hacer, le permite disfrutar de un bienestar especial.

Por eso su señor le desenterró y le dio parte de su sangre, lamentablemente el lobo había destrozado su cuello y para mantenerlo derecho tenía que apretarlo con una bufanda y aun así, se descolgaba muy a menudo sobre su hombro, en cuanto al renquear de su pierna, se lo debe al enterrador… al difunto enterrador, pensó con una sonrisa en los labios, y es que había tenido cumplida venganza.

¡! Cuidado inútil ¡!, le grita su señor al despistarse con la pomada.
Perdón señor… tendré más cuidado.
¿Está todo preparado?
Si señor… la trampa está lista… pronto podremos vengarnos, responde Severino mostrando su torcida sonrisa.
No tardaran en llegar, dice Norberto.
Observando a través de un pequeño espejo como Severino aplicaba la pomada sobre su ajada piel, Norberto Sanlucar antaño noble en la corte del conde, soldado cruzado en las guerras cristianas contra los musulmanes, se veía ahora obligado a soportar la compañía de aquél harapo de medio hombre, del que dependía para su propio bienestar, pero eso acabaría pronto, aquella niña insolente y despreciable sería la solución a todos sus problemas.

Por fin podría hacer una vida diurna normal, regresar al mundo de los vivos y reclamar su posición en la sociedad, dejar en esa cueva al harapo de Severino y codearse con la nobleza de la zona y es que esa niña tenía algo especial y él lo sabía, solo tenía que esperar un poco, esperar a que ella llegase a él.

Mientras tanto Rudosinda seguida de los lobos, buscaba señales en la zona donde previsiblemente desapareciera el último niño, muy cerca de la casa en uno de los lugares donde solía jugar.

Los lobos no tardaron en olfatear un olor sumamente conocido, sobre todo para Dark que lo había catado y enfilaron en dirección a una montaña cercana, seguidos por Rudosinda. A media hora del pueblo aparecieron ante ellos unas cuevas, que parecían escavadas a propósito para la obtención de algún mineral, pero que ahora se encontraban vacías.

Frente a la cueva más grande, Rudosinda duda si entrar o no, los lobos están inquietos e intentan recular. La cueva tiene una verja en la entrada, que esta alzada permitiendo la libre entrada y eso la decide a entrar, al dar tan solo dos pasos la luz protectora se le mostró como nunca había hecho, frente a ella en medio de una nebulosa un rostro aniñado, de enormes ojos negros y labios finos de eterna sonrisa le indica un no rotundo moviendo negativamente un largo y fino dedo, para inmediatamente desaparecer como niebla empujada por el viento, dejando tras de sí una pluma blanca, brillante y nacarada.

Rudosinda recoge la pluma del suelo y cuidadosamente la guarda en el bolsillo interior de la capa, luego pensativa, decide irse del lugar y buscar la ayuda de su familia, cuando desde dentro sale un grito espeluznante de desesperación e impotencia, la desesperación de alguien que sabe que se le escapa una gran oportunidad y la impotencia de estar tan cerca y tan lejos a la vez, ya que con la luz diurna les es imposible salir.

Cuando Rudosinda llegó a la casa, festejaban la recuperación y casi milagrosa sanación de Isaura y al parecer también de las vecinas enfermas, todos alababan a Runda y sus remedios sanadores.

Los culpables de todos estos sucesos están en la cuevas, debemos tener cuidado ya que no cejaran en su empeño y seguirán ocurriendo desgracias, dice Rudosinda.
Avisaremos a los alguaciles y que ellos se ocupen, dice el padre de Isaura.
¿Los has visto?, pregunta Antonio.
No, solo los he presentido y escuche sus gritos, pero ya no estarán allí.
En la cueva Norberto Sanlucar descargaba su ira sobre Severino, golpeándole con sus huesudas manos, mientras el pobre hombre intentaba sin mucha fortuna escapar de tal escarmiento, pidiendo perdón a gritos a su amo.

Recógelo todo, nos vamos… este lugar ya no es seguro… por tu culpa… inútil, no me traes más que desgracias, dice Norberto.
Yo me ocupo señor… limpio… limpio todo… yo lo arreglo señor… lo arreglo todo.
Más te vale, le amenaza Norberto con su mirada inyectada en sangre.
Sí señor, dice casi musitando Severino, sabedor de que las amenazas de Norberto debían ser tenidas muy en cuenta.
En el pueblo la noticia de la desaparición de otro niño y enterarse de que los culpables pudiesen estar en las cuevas, hace que se organicen y armados con sus herramientas de trabajo, hoces, mazos, horcas, etc… y alumbrándose con antorchas, se dirigen a las cuevas, donde se encuentran con los alguaciles del conde, que ya han comprobado que el lugar está vacío.

Iros a casa, aquí no hay nadie, dice uno de los alguaciles.
La casa de la familia de Isaura era la típica casa de labriegos, de gruesas paredes de piedra, con un semisótano con acceso por la parte posterior, dónde dormían los animales, sobre todo vacas y bueyes que al mismo tiempo calentaban la casa durante el invierno. Una planta superior que habitaba la familia, con acceso por la parte delantera con un amplio porche y una buhardilla superior con una balconada posterior, con una roldana para subir los alimentos que almacenaban, tales como patatas, calabazas, zanahorias, pimientos y tomates secos, etc…

En el porche de la casa dos alguaciles del conde jugaban a las cartas con Antonio y el padre de Isaura, vigilando la posible llegada del chupasangre y su cómplice, mientras que en el interior dormían plácidamente las cuatro mujeres.

Hace ya rato de la puesta del sol, pero una gran luna llena ilumina la noche intercalada entre pequeñas nubes, mientras que dos sombras sigilosas se acercan por la parte posterior de la casa y la más alta de las dos accede por una de las ventanas al interior.

Dentro sobre un camastro de lana, duermen plácidamente Isaura y Rudosinda, la sombra se acerca por el lado de Rudosinda, se inclina sobre ella entreabriendo sus labios y dejando ver unos incisivos más largos de lo normal, unas gotas de saliva caen sobre la comisura de sus labios al apartar un poco la manta y observar el tierno cuello de la chica.

De pronto unos musculosos brazos le retienen y la habitación es iluminada por varias antorchas, las chicas se despiertan y ven horrorizadas como Norberto es apresado por los alguaciles, mientras su padre le retiene inmovilizándolo por detrás.

Al otro lado de la ventana Severino inicia la huida, cuando de repente le cae encima una red lanzada desde la balconada de la buhardilla, por dos alguaciles que ocultos esperaban a que cayeran en la trampa que había ingeniado Antonio.

Se debate entre las cuerdas de la red y con una pequeña daga las corta para zafarse de ellas y salir corriendo, hasta que desde la balconada uno de los alguaciles le lanza una garrafa de aguardiente, que impacta en su espalda derribándolo y empapándolo, mientras que el otro alguacil le alcanza con una antorcha y comienza a arder entre terribles alaridos, a la vez que corre en todas direcciones, hasta que se encuentra con el filo de la espada de Antonio, que dejando a Norberto con los alguaciles, salió para evitar la huida de su cómplice y viéndole arder acabó con su sufrimiento y con el sufrimiento de sus posibles futuras víctimas.

Al poco llega un carruaje calabozo, que esperaba en las cercanías e introducen en su interior a Norberto, que asoma su cara entre los barrotes y con la mirada amenazante observa a Rudosinda en la entrada de la casa al lado de su padre y le dice.

Nos veremos pronto niña… muy pronto.
El carruaje arranca con el relinchar de los caballos, mientras que en la casa liberan a los lobos que habían tenido encerrados, para que no alertaran de la trampa y Antonio, se disculpa con las mujeres, por el engaño a que habían sido sometidas.

Yo también tengo que pediros disculpas a vosotras y a los canes, os he tenido que añadir un somnífero en la sopa, para que os durmieseis y así evitar las sospechas del chupasangre y hacer que cayese en la trampa que Antonio preparo con los alguaciles, les dice Runda.
Te perdonamos abuela, dice Rudosinda contenta, a la vez que acaricia la cabeza de Dark, no muy de acuerdo con haberse perdido la fiesta.
Ahora sí, todos a dormir, que mañana saldremos para casa, les dice Antonio.
Los calabozos excavados en la roca, bajo los muros de la prisión territorial, tienen un invitado especial a la espera de juicio, un invitado engrilletado de manos y pies a unas gruesas cadenas ancladas al techo, a una altura de al menos cinco metros, altura a la que se encuentra la única entrada de luz, un ventanuco de veinte centímetros de ancho por sesenta centímetros de alto. No hay cama, solo un montón de paja cargada de piojos y con el olor de los orines de antiguos inquilinos. No hay aseo, tan solo un agujero en la esquina y al lado un cubo de agua, para asearse y para beber.

Durante tres días en las noches iluminadas por la luna, se escuchan los alaridos de Norberto Sanlucar, que arrastrando sus cadenas intenta desesperadamente huir. Luego el silencio absoluto y la negrura de una tormenta que tapa la luna. A la mañana siguiente el guardia del calabozo lleva las gachas diarias al preso y se encuentra con las cadenas colgando vacías y sin rastro de Norberto.

Le buscan durante días sin resultado y dicen unos, que se convirtió en humo y desapareció, otros, que un poderoso noble llegó a recogerle y se lo llevó en un hermoso carruaje… Las historias al respeto se multiplicaron y la leyenda continúa aumentando con cada pequeño accidente con sangre.

A la sombra y tras una merienda copiosa me adormile en el regazo de Maiña, ella intentó despertarme, pero finalmente también a ella le llegó la modorra y juntos sobre la fresca hierba, pusimos un broche de oro a aquél cálido día.

FIN

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