Boletaire
Boletaire

Boletaire

Jordi se interno en el monte, no sin antes, asegurarse de que nadie le observaba, hacía años que actuaba así y antes que él, su padre y mucho antes su abuelo. Conocía a la perfección esa ladera, y en ella los mejores setales de «ceps».

Con una bolsa de tela en el bolsillo izquierdo y una pequeña navaja en el derecho, no le gustaba usar cesta, porque eso le delataba y estaba en plena temporada.

El viento le traía el sonido de otros buscadores de setas desperdigados por el monte, pero ellos no sabían lo que él, ellos no tenían su experiencia. Años de búsqueda para encontrar tan buenos lugares, lugares que ni sus ancestros le habían querido mostrar, ni él le mostraría a nadie.

Apenas el sol asomaba por el horizonte y todavía la humedad del rocío, mojaba sus botas. Tubo que gatear bajo la maleza en varias ocasiones, hasta encontrar un pequeño sendero, formado por los animales, sobre todo las vacas que pastaban libres y que para subir las empinadas laderas de los Pirineos, debían hacerlo en zig-zag

También los jabalíes, ciervos y otros, utilizaban estos senderos, en la búsqueda de su alimento, en muchas ocasiones en clara competencia con él, ya que gustaban de los «ceps» y los ingerían con devoción, de pronto el sonido tan característico del rozar de unas ramas, le indica la presencia de alguien cercano mira en la dirección del sonido y no ve a nadie, se queda inmóvil durante unos segundos, atento a todo lo que le rodea, y al poco les ve, se trata de dos buscadores, cargados con sus cestas y bastones. Su primer intención es esconderse, pero el instinto le indica el error, están demasiado cerca y caminan en su dirección, tendrá que afrontarlos.

– ¿Cómo va?, le pregunta el mayor de los dos, un hombre de unos cuarenta años con acento de ciudad.

– ¡Bien¡ muy bien, ¿Qué están buscando?, le contesta.

– Buscamos Boletos, pero acabamos de llegar y no conocemos muy bien la zona, le dice el menor de los dos, que aparentaba unos veinte años y parecía familiar del anterior.

– Pues yo también busco, pero a una vaca, que debe estar a punto de parir – le responde – pero andáis mal encaminados, por aquí en estas fechas ¡! Boletos pocos ¡!, deberíais buscar unos cinco kilómetros más arriba…… gente del pueblo ya han encontrado.

– Muchas gracias, muy amable, le responden los dos. Le haremos caso.

– De nada, que haya suerte – les dice – .y continúa su lento caminar, pero para asegurarse cambia de dirección, bajando hacia al riachuelo que discurre al pie de la ladera, lamentándose agriamente de la vuelta, que esta obligado a hacer debido a este encuentro. Cuando ya esta cerca del riachuelo, escucha el sonido del agua en su rozamiento con las piedras, observa a su alrededor y considerándose solo, retoma la dirección y apura el paso para recuperar el tiempo perdido.

Aquella mañana, me había atrevido al fin a salir en la búsqueda de setas, desde un par de semanas atrás, trabajaba en un restaurante en lo alto de la Collada de Tosses y por primera vez, escuchaba las delicias gastronómicas de las setas, sobre todo los famosos «robellones» y «boletos», incluso los había catado, en alguna de las comidas con el resto de empleados.

La mayoría convivíamos juntos en habitaciones del mismo restaurante, dada la distancia a la que se encontraba del pueblo más cercano.

Esto cambió mi percepción sobre las setas, ya que desde pequeño en la aldea de Galicia donde nací, te metían el miedo en el cuerpo indicándote que eran veneno y que ni se las podía tocar, las llamaban “Pan de Lobo”. Aún así, quizás por ello, a mi me gustaba mirar sus vivos y dispares colores y aunque prohibido, las tocaba, notando sus distintas tersuras, me embriagaba con sus olores y desde siempre las vi, como amigas cercanas y para nada peligrosas, aunque nunca se me ocurrió catarlas, hasta ahora, con catorce años y tan lejos de casa.

Lo tenía decidido desde el día anterior y la intensidad de la emoción, apenas me dejo dormir, había llegado el momento de que mis amigas y yo, comenzásemos una nueva relación, y en esta ocasión, daría el siguiente paso, tras buscarlas y encontrarlas, disfrutaría de su sabor en la mesa.. Como si de una comunión se tratara.

No había amanecido aún y comencé mi camino en dirección a la población de Puigcerda, para al poco, desviarme en dirección a La Molina, hasta verme cubierto por altos pinos viejos, sobre un césped verde que mojaba mis pies.

El Sol hacía rato que asomaba y apenas me encontré con unas cuantas setas desconocidas para mi, tenía que encontrar las que había visto en el restaurante y desechar cualquier otra, a sabiendas de la gran toxicidad de algunas.

Bajé un trecho más la ladera hasta encontrarme con un arroyo de agua limpia y fría, que bajaba sorteando grandes rocas, colindado por un césped verde que reflejaba el frescor de sus aguas, amparadas por abetos centenarios.

Seguí el cauce del río en dirección contraria a sus aguas, encontrándome, ahora sí, con infinidad de especies, entre ellas la más llamativa y esplendorosa, la que ahora se que es la Amanita muscaria

Esta seta en otros tiempos fue utilizada por los nobles en sus bacanales, pero no ingerían la seta, por los dolores intestinales que ocasionaba, muy al contrario, disponían de un esclavo, mantenido en perfecto estado de salud, El cual ingería la seta y entregaba a su señor la orina, que la mezclaba con ciertos licores y ofrecía a sus invitados, para conseguir con ello “viajes alucinantes”.

Hoy en día todavía se consume su cutícula seca mezclada con tabaco, aunque sus efectos no parecen ser lo mismo.

Durante largo tiempo los laterales del cauce del río me cautivaron, pero no daba con lo que estaba buscando, por lo que decidí, aprovechar la pequeña hondonada de un regato, para subir la ladera.

Estaba tan empinada, que en ocasiones tenía que apoyarme con las manos para poder avanzar, en un momento dado, me encontré en una pequeña zona alfombrada de musgo, sobre él, asomaban grandes cabezas de color dorado. Mi corazón dio un salto y comenzó un latido acelerado.

Me quedé unos instantes inmóvil recreándome, todavía sin saber si había encontrado lo que buscaba, avancé con cuidado de no pisar ninguna y me arrodille ante la primera, aparté con delicadeza el musgo que la arropaba y contemple su largo y grueso pie, blanco a crema con un marcado retículo blanco, casi nacarado, acaricie sus poros todavía blancos a pesar del tamaño, comprobé al tacto su dureza, que hablaba de juventud y me quede un buen rato sin saber que hacer observando como alucinado el resto de cabezas que asomaban sobre el musgo, unas tímidamente, otras altaneras, todas orgullosas.

Jordi, todavía maldiciendo el inesperado encuentro que le obligó a dar tanto rodeo, cosa por otro lado poco agradable para su edad, se animaba porque ya estaba cerca del lugar, sabía que haría una buena recolección, no en vano, la semana anterior, lo había visitado y comprobado la existencia de «ceps», ocultos bajo el musgo, de apenas seis a ocho centímetros que consideró dejar, ya que el lugar era de difícil acceso, se recreó pensando en el gran tamaño que tendrían, dada las buenas temperaturas y la continua llovizna de los días anteriores.

De nuevo su familia y vecinos tendrían que rendirse a ante su superioridad a la hora de encontrar las mejores setas y otra vez le pedirían información para buscarlas, se sonrió pensando en que no les diría nada.

Sorteó los últimos matorrales, para lo que hubo de ponerse a gatas y con cuidado asomó la cabeza al pequeño claro, tan conocido ¡!!!Mierda!! se le escapó, mientras pensaba –no es posible- un mozalbete, delgado, moreno, estaba arrodillado sobre el musgo, ante sus Boletos.

El ruido de la maleza parecía haberle sacado de su ensimismamiento y giró la cabeza en su dirección, entonces le reconoció, se trataba “del chico del bar” con el que el día anterior había tenido una disputa, en realidad a sabiendas de la ignorancia del idioma catalán del chico, él y sus amigos le acorralaron con la similitud entre el vino tinto y el vinagre, pidiéndole lo uno y reclamándole lo otro, con amenazas de que les atendiera el dueño o alguien que entendiera su idioma.

El chico, tan jovencito aguanto como un jabato a pesar de haber apreciado que se le humedecieran los ojos.

Salió de entre la maleza y se dirigió a su encuentro

– Hola chaval

– Hola

Le respondí tímidamente, le había reconocido, se trataba de uno de los payeses que habían querido burlarse de mi en el bar. Para romper la tensión, le pregunté, si las setas a mis pies eran los «boletos», que tanta fama tenían, me pareció que dudaba, pero al fin me contesto.

– Si, has tenido mucha suerte, son Boletus edulis, y en un estado inmejorable.

Parecía querer despedirse y le indiqué, que si le gustaban, los recogiese, yo solo me llevaré tres o cuatro, para que Paco (el cocinero) los prepare y probarlos con mis compañeros.

– Pareció extrañado, pero se arrodillo a mi lado y me preguntó

– ¿Sabes como se recogen?

– No.

Separa el musgo, dejando el pie al descubierto, debes hincar la navaja al inicio del pie y dar un pequeño giro, mientras sujetas la cabeza, con la otra mano

Lo hizo así, a modo de enseñanza y me indicó, que hiciese lo mismo. Sentí como el Boleto triscaba en su separación de la madre y quedaba en mi mano, pesaba y desprendía un agradable olor. Luego me dijo.

– Ahora has de cerrar la herida.

– ¿La herida?

– Si, la herida que has ocasionado al micelio, debes tapar con cuidado la zona y recolocar el musgo encima, de esta forma el micelio seguirá dando fruto. Para su conservación se separa el tronco del sombrero, uniendo varios sombreros con un hilo y se tiende para que se deseque. Así deshidratado se guarda para su consumo posterior. Los pies se suelen desechar, aunque hay quien los deja secar y los tritura, utilizándolos como condimento para los guisos de carne o pescado. La razón por la cual esta seta tiene sabor dulce se debe a la presencia de trehalosa, un tipo de azúcar que permite que la seta reviva al contacto con el agua, tras haber sido deshidratada, además de posibilitar la reproducción celular y la creación de esporas para volver a reproducirse.

Me consideraba afortunado, había encontrado lo que buscaba y al mismo tiempo aprendido una lección; Una de tantas, que a lo largo de una vida iban a ayudarme a respetar a mis amigas y con ellas a toda la naturaleza.

Nos pusimos los dos a faenar y en poco rato teníamos una buena cosecha y tal vez el inicio de una amistad, una amistad entre un niño y un hombre de distintas procedencias, el uno comenzando su vida, el otro en su ocaso.

Al día siguiente Jordi, junto con sus compañeros, apareció en el bar para desayunar, como todos los días.

El hijo del dueño se acercó, a preguntarles su comanda y Jordi le dijo:

– Que nos atienda Cesar, por favor.

Me acerqué a atenderles y me dijo.

– Para el sábado le dices al jefe que coges el día libre, le dices que te lo ha dicho “el Jordi”, que tengo que enseñarte algo.

Y me guiñó un ojo, en señal de complicidad, evitando que se enterasen sus compañeros, no sea que afectase a su fama.

El sábado tal y como habíamos acordado, a las seis de la mañana Jordi me esperaba en su “Land Rover”, ante las puertas del bar, todavía cerrado. Yo había pedido prestada una cesta de mimbre a Paco el cocinero, que ante el éxito anterior – tan alabado – no dudó en darme, diciéndome:

– Toma es para ti, tráela llena.

Tras un largo recorrido hacía el valle y por él, pasamos por un pequeño pueblo de La Cerdanya, llamado Rius y comenzamos una subida escarpada, por un camino de tierra embarrada, que al todo-terreno, trabajo le costó, pronto entramos en grandes y verdes praderas, ocupadas por el ganado de los vecinos, que pastaba en libertad.

Jordi era poco hablador y tan solo comentó, que iba a enseñarme la seta a la que los vascos llamaban “perretchicos” la Calocybe gambosa, de las que decía que con ellas su mujer, preparaba deliciosas cremas, no sin antes advertirme, que se trataba de un secreto y que jamás debería decir a nadie dónde se encontraban las “moixeorneras” como el las llamaba.

Me comentó que se trataba de una seta de aparición primaveral, pero que él sabía donde encontrarlas al inicio del otoño, nos detuvimos en un lateral de la pista y recorrimos una pequeña distancia, mientras me comentaba.

– Mira la diferencia de color y tamaño de la hierba, fíjate en que forma rodales, algunos llegan a alcanzar kilómetros de diámetro, son de senderuelas, Marasmius oreades, También salen en primavera, aunque a veces…..

Nos acercamos a varios sin suerte alguna y continuamos, mientras me decía.

– Alguno de esos rodales También son de perretchicos, pero nosotros, vamos a acercarnos al linde con los pinos y miraremos entre las rocas y los espinos.

Así lo hicimos y al poco rato me llamaba emocionado.

– Cesar, ven corre.

Estaba de cuclillas apartando unas zarzas, me acerqué y vi unas setas pequeñas de color crema, como enracimadas, siguiendo una línea, arrancó una y me dijo que la oliera, olía a harina húmeda muy intensamente, me agaché, con la intención de recogerlas, pero me indicó que no lo hiciese.

– No Cesar, son muy pequeñas, hay que esperar a que les dé tiempo a esporar, la semana próxima, vendremos y verás que su tamaño se ha multiplicado, entonces llenaremos la cesta.

He querido que la conocieses porque ésta seta tiene una gemela mala, de similar apariencia, que aparece en otoño, es el Entoloma lividum, causa gastroenteritis muy graves, aunque aquí, no la encontraremos, esa aparece más bien en bosques de robles y castaños.

Seguimos observando en distintos puntos, Jordi se detenía y movía negativamente la cabeza, luego nos adentramos bajo el pinar, todavía sobre césped de hierba, al poco me llamó y me dijo.

– Observa ésta, es la molinera, (Clitopilus prunulus)

Mientras me alzaba una pequeña seta de un color blanco mate bastante aterciopelada, de la que comprobé su fragilidad, se deshacía al menor roce, tenía también un olor a harina muy agradable.

– Esta es la chivata, me dice Jordi.

– ¿La chivata?, pregunto.

– Si, cuando veas ésta seta sabrás que estas en un buen sitio para los boletos y que estos saldrán a los pocos días, de todas formas ella misma es deliciosa, lástima que suelen ser bastante pequeñas, vamos a recogerlas, que hay que empezar a llenar esa cesta tuya.

Nos pusimos a ello y al mismo tiempo encontramos un par de boletos, que Jordi no me dejo coger aludiendo a su pequeño tamaño.

– No seas impaciente Cesar, que esos crecen.

Teníamos ya un cuarto de cesta con las molineras y Jordi recogió unas ramitas sueltas y moviendo con sumo cuidado las setas, hizo un compartimiento en la cesta, que quedó vacío, quedando todas las setas en el otro.

– ¿Para qué haces eso?, le pregunto.

– Ahora vamos a buscar robellones, y les colocaras en el lado de la cesta que está vacío, para que no se mezclen, ya que estos son lactarios, es decir, que segregan látex, que mancharía a las molineras.

De pronto el monte había perdido su bello césped y nos encontrábamos en una zona con grandes parches de musgo.

Pronto encontramos el primer “robellón” ó “níscalo”, se trataba de la especie Lactarius deliciosus, tenía la cutícula adornada de manchas concéntricas más oscuras que él fondo, que era anaranjado.

Jordi me dijo que lo cortara por la base del pie, lo hice y observé, que desprendía un látex anaranjado muy vivo, que al poco tiempo oscurecía, también se veían en el pie, hacia la base, unos hoyuelos de color mas vivo, el interior del pié era hueco, y la parte alta estaba recubierta de una fina pruína blanca.

– Estas ante el famoso “robellón”, ahora, después de que te lo comas, al orinar, no te asustes si lo haces de color rojo – soltó una carcajada – y seguimos buscando.

A cada paso íbamos encontrando grupitos y pronto teníamos la cesta llena.

Jordi dio por terminada la búsqueda y mientras nos íbamos decía.

– Estos son tus primeros “robellones”, pero hay muchos más y todos distintos, algún día te los enseñaré.

Jordi Capdevila, solitario buscador de setas…….. Me había adoptado, a sus setenta y cinco años, el encuentro con un niño de catorce, había dado un vuelco a su filosofía, ahora, quería compartir, ahora quería enseñar a alguien, todo lo que durante años y en secreto aprendiera, le miré de reojo, se sonreía, era feliz.

Marta se relajaba, bajo el chorro de agua tibia de la ducha, un día difícil en la oficina – pensó – . Llevaba dos años en la gestoría “Alonso” de Puigcerda, a ella había con veintidós, desde su pueblo natal, el Puerto de Santa María, recomendada a Alonso, por su tío Manuel.

El trabajo resultaba monótono, pero el sueldo era bueno y su familia necesitaba la pequeña ayuda que todos los meses les enviaba. Si no fuera por el baboso de Enrique, que casi le doblaba la edad, estaba casado y aún así, no perdía ocasión de azotarle ó pellizcarle las nalgas, cosa que el resto de compañeros, reían y hasta aplaudían.

Salió de la ducha, chorreando la cerámica del suelo y se colocó ante el espejo, éste le devolvió su imagen morena de grandes ojos verdes, su melena larga y su torneado y bronceado torso, se relajó pensando en mañana, tempranito saldría hacia la montaña, desde poco después de llegar a Cataluña se había aficionado a la búsqueda de setas, esto la relajaba, la hacía sentirse libre y sobre todo olvidar.

Mas tarde llevaba las setas al bar “el puerto”, con cuyo dueño entablo amistad nada mas llegar, y es que era natural de su mismo pueblo, a pesar de que no le había conocido hasta su llegada a Puigcerda, Alberto, que así se llamaba y Julia su mujer, le preparaban las setas y comían juntos, casi cada semana.

Esto le acerca un poco a su pueblo… a su familia. Se acostó con esos pensamientos, y tardó en dormirse.

El amanecer la descubrió enrollada en las sabanas, con las mantas caídas y desganada, pero pronto se desperezó, aseó y preparó para salir, cargada de ilusión. No tenía prisa, aunque sí ansia, le gustaban los “boletos” y también los “robellones”, pero ella buscaba especialmente otra seta y con esa, no tenía competencia, de hecho no sabía de nadie que la recogiese.

Su medio de locomoción, no se trataba del más adecuado para llegar al lugar donde iba, un seiscientos, por las pistas embarradas de la subida al alto del Cadí, se la jugaba a cara ó cruz, aún así, su determinación estaba por encima de los riesgos, como siempre, y hasta el momento no le había dejado tirada nunca.

Poco a poco, con gran esfuerzo y tensión, consigue llegar al lugar elegido, se trataba de una ladera de gran inclinación, surcada por regatos cubiertos por altos abetos, colindados por centenarios pinos rojos, con el suelo parcheado de grandes zonas de musgo, se dedicó a su búsqueda, abstraída, únicamente prestando atención a las delicias que poco a poco, le daba la naturaleza.

Bruscamente, tembló la tierra, varios sonidos atronadores, la hicieron girar sobre sí misma y paralizada, recibió la embestida de un gran jabalí, seguido de su manada, la cesta y su contenido voló por los aires, mientras ella caía dolida sobre unas rocas, apenas pudo ver como la manada se perdía ladera abajo, luego los sonidos se apagaron, la visión se emborronó y la negrura total lo ocupo todo.

Jordi y yo iniciábamos el camino de regreso, cuando una manada de jabalíes, cruzó la pista ladera abajo a menos de dos metros del coche, esto obligó a Jordi a dar un giro brusco, que llevo el todoterreno a la cuneta, nos bajamos a comprobar los daños y afortunadamente, apenas tenía un pequeño rasguño en una llanta.

– Esos cerdos llevaban prisa, Cesar.

Recordaba los jabalíes, apenas de los libros escolares, era la primera vez que me cruzaba con ellos y todavía resonaban sus bufidos.

– Menudo susto, le dije.

– Bueno, nos relajaremos un poco, antes de continuar. ¿Qué te parece si echamos un vistazo a esa ladera?, tiene buena pinta.

Estaba de acuerdo y contento por alargar un poco nuestra aventura en el monte. No podíamos subir por allí y caminamos unos metros, buscando un lugar de acceso, al dar la curva, vimos un seiscientos, aparcado a un lado de la pista y Jordi comentó.

– Hay que tener valor, para llegar hasta aquí, con ese coche.

Encontramos un pequeño sendero, muy cerca del coche y nos adentramos ladera arriba, comenzando una nueva búsqueda, tuvimos suerte con el encuentro de algunos “robellones” y “boletos”, hasta que algo llamó mi atención, al fondo de un pequeño barranco…. Una cesta de mimbre.

– Jordi, ven un momento, parece que he encontrado algo.

Baje con sumo cuidado, ya que el suelo se encontraba muy resbaladizo, mientras Jordi, se quedaba arriba recomendándome precaución. La cesta estaba rota y a su lado esparcidas, unas cuantas setas de color lila y extraño aspecto. Lo subo todo y se lo muestro a mi compañero.

– Que raro – dice Jordi – no sabía que estas setas fueran comestibles y mucho menos que alguien las recogiese, pero… ¿Quién? Y … ¿Dónde está?.

– Tienes razón, es muy extraño, busquemos por los alrededores.

Estuvimos un buen rato buscando y sin encontrar nada, ni a nadie y decidimos abandonar. Dejamos la cesta en el sitio, por si el dueño volviese a recogerla y continuamos ladera arriba.

A menos de diez metros, nos encontramos con la gran sorpresa. El cuerpo de una chica, doblado sobre unas rocas, inmóvil, con el pelo enmarañado, la cara cubierta de sangre y la camisa desgarrada. Yo me quedo atónito, Jordi se acerca rápidamente y le toma el pulso.

– Está viva, Cesar, acércame el agua.

Empapa un pañuelo en agua y le limpia el rostro de sangre, buscando alguna herida. Yo me saco la chaqueta y se la coloco a modo de almohada. Tenía una pequeña herida en la frente, que no dejaba de sangrar, por lo que Jordi, la presiono con el pañuelo, hasta conseguirlo, al mismo tiempo intentaba reanimarla, dándole aire y llamándola.

– Chica, Despierta.

Insistió y al final se escuchó un pequeño quejido y entreabrió los ojos más verdes que yo hubiese visto, esbozó una sonrisa y preguntó.

– ¿Qué ha pasado?… Ya sé … Los jabalíes, me duele la cabeza.

– Intenta moverte – le dice Jordi – te ayudaremos.

Le ayudamos a incorporarse, se dio cuenta de que tenía la camisa rota y se cubrió con la chaqueta.

– Voy a buscarte la cesta, que está aquí cerca.

Voy por la cesta y recojo las setas que estaban en mejor estado, mientras se la acerco, le pregunto.

– ¿Qué setas son?

– Son las “setas de la carne”.

Nos quedamos los dos alelados y dice.

– En latín, Gomphus clavatus, supongo que le llaman seta de la carne, por su carne abundante, densa y delicada. Es bastante común entre el musgo.

– ¿Es comestible?

– Si y de gran calidad, es pariente del “rebozuelo”, pero su carne es más tierna.

Le preguntamos, si quería que la acercásemos a un medico y se negó.

– No, me sentara mejor, un rato en el monte, pero agradeceré compañía.

– Entonces buscaré algo para la herida – dice Jordi.

Al poco aparece con una seta en la mano.

– Es un “pet de llop”, te cicatrizará la herida y evitará que se infecte.

Y machacándolo entre sus manos, se lo colocó sobre la herida.

Tras un pequeño descanso, los tres nos dedicamos a la búsqueda de la seta de la carne. Mientras a mi, otra carne, me embotaba el cerebro.

Marta tenía el típico acento andaluz y una voz cantarina, se movía por el monte con mucha gracia y era una gran entendida en el mundo de la micología, se hacía con cualquier libro que saliese sobre el tema y conocía todos los nombres en latín de las setas, además disfrutaba dándonos largas explicaciones, que tanto Jordi como yo agradecíamos.

Terminamos una mañana agradable y ella insistió y nos convenció para que la acompañáramos a comer en el bar “El Puerto”, dónde Alberto y Julia se deshicieron en atenciones, agradeciéndonos la ayuda prestada a Marta.

– Le habéis salvado la vida – está loca – yendo sola por esos montes.

– No es para tanto señora – le contestó Jordi a Julia – solo ha sido un susto.

Por primera vez, probamos la seta de la carne, que resultó ser deliciosa y Jordi me acercó al trabajo, donde Paco, preocupado por la tardanza, nos estaba esperando, le contamos la historia y le entregamos las setas. Se quedó mirando los Gomphus clavatus y dijo.

– ¿Estáis seguros que esto se come? Poniendo mala cara.

– O eso o en poco estaremos tiesos, porque acabamos de comerlos.

Se fue con la cesta hacia los frigoríficos, refunfuñando, pero contento de que no nos hubiese pasado nada.

El orgullo y la rigidez, la imposibilidad de dar marcha atrás, me ha acompañado durante toda la vida. Como ya he comentado, vivía y trabajaba en el restaurante-gasolinera en lo alto de la Collada de Tosses, hoy sigue ahí, pero sin gasolinera. Al lugar solían acudir autobuses con turistas y en una de estas ocasiones, estando sentados a comer, llegaron varios, dejamos la comida en la mesa y nos pusimos a ayudar a nuestros compañeros en el servicio, durante casi una hora, al terminar regresamos a comer y me llevo un trinaranjus de manzana y el hijo del dueño me llama la atención, indicándome que me sería descontado del sueldo, el refresco, aquello me irritó y pedí la cuenta, aunque la dueña intentó convencerme, le fue imposible y al recoger las cosas, Paco me pidió, que esperase a que terminase su turno, así lo hice.

– Cesar, ¿Dónde piensas ir?

– Vuelvo a Barcelona.

– No Cesar, Barcelona es muy grande y peligrosa para alguien tan joven. Te llevaré a casa de unos amigos y te buscaremos algún trabajo por las cercanías.

No fue difícil convencerme, ir ahora a Barcelona, una ciudad tan grande, no me apetecía nada.

Al terminar su turno, Paco me llevó a casa de su amigo Joan, que resultó ser un pequeño hostal familiar en Bellver de la Cerdanya, Joan se portó como un padre conmigo y todas las noches me llevaba a distintos hoteles de la zona buscándome ocupación, hasta que me consiguió trabajo en el Hotel Terminus de Puigcerda.

Marta, Jordi y yo, nos organizamos, para realizar una escapada al monte semanal, aunque no siempre era fácil hacer coincidir los días libres y por lo tanto yo, previsor, me había comprado una bicicleta de segunda mano, que me daría la libertad de no perderme mis salidas al monte y que más tarde fue la causa de un grave accidente.

Mientras tanto Jordi, pasaba a recogernos con el todoterreno y unas veces a indicación de Marta y otras de Jordi, nos dirigíamos a distintos puntos de los Pirineos, en lo que para mi siempre era una aventura.

Las nieves comenzaban a invadir las alturas y esto nos obligaba cada vez más a desplazarnos hacia el pre-pirineo, para ello subíamos la collada desde la Cerdanya y la bajábamos hacia Rives de Freser, Ripoll, Les Lloses, etc…

En ésta ocasión se habían propuesto buscar una seta en especial, a la que llamaban “Fredolic” (Tricholoma terreum).

Poco después de la población de Ripoll, nos desviamos a la derecha en dirección a Les Lloses, a unos diez kilómetros, tras pasar ante unas grandes masías, ganaderas y agricultoras, nos desviamos a la izquierda por una pista de tierra rodeada de campos de cultivo, hasta llegar a la falda de un monte bajo, de pino negro, alfombrado de hierba alta, nos adentramos a pie en el monte y comenzamos la búsqueda.

No tardando mucho, Marta nos llama.

– Los he encontrado, venir.

Nos acercamos y la encontramos de rodillas, agachada ante unas setas pequeñas de color negro-grisáceo, como escamoso, con láminas y pie blancos y de las que pronto comprobé su fragilidad, ya que se rompían fácilmente. Me sorprendió la abundancia, ya que en apenas un metro cuadrado, podría haber cuarenta o cincuenta setas. No tardamos mucho en tener una buena cantidad y decidimos cambiar de especie explorando la zona, en dirección a grandes zonas musgosas, con el terreno en mayor desnivel.

De repente los cielos se rompieron y dejaron caer sobre nosotros una tremenda granizada, que nos obligó a adentrarnos en la espesura buscando la protección de la naturaleza. Allí descubrimos una gran zona musgosa, con helechos que alcanzaban nuestra altura, haciendo que nos sintiéramos pitufos y para corroborarlo unas extrañas setas que parecían competir con el musgo, sobresalían del mismo del mismo en forma de trompeta embudada con los bordes irregulares, de color marrón amarillo, sobre fondo amarillo naranja, con pliegues en lugar de láminas, que llegaban hasta el pie, cilíndrico,, liso y hueco, de olor afrutado y sabor dulce.

– Estas setas, por aquí las llamamos “Camagroc” dice Jordi.

Y Marta le responde que ella las conoce como “Angulas de monte” y que se trata de Cantharellus lutescens. Comestibles muy apreciadas.

– Cojamos las que podamos (dice Marta) que luego las secaremos y tendremos para todo el año.

Nos pusimos a ello y en poco tiempo teníamos los cestos llenos y mirábamos con envidia la gran cantidad que quedaban peleándose con el musgo, buscando un rayo de luz, buscando la vida.

La tormenta menguó y dimos por terminado el día, de camino al coche me fijé en un extraño “robellón”, Lactarius deliciosus, que aparecía como retorcido y sin láminas, en su lugar lo que Parecía un velo blanco, que enseguida Marta explico.

– Es un “níscalo parasitado” por el hongo Peckiella lateritia, es un comestible muy bueno.

– Ese para mí, dice Jordi, me encanta, yo le conozco como la “Mara del Robelló” y es delicioso.

Yo pensé, todo para ti, no me como eso ni muerto de hambre. Con los años aprendí a apreciarlo al igual que otras cosas que la juventud no me dejaba ver.

La ansiedad por conocer nuevas especies y disfrutar de distintos hábitats, me obligaba a realizar salidas en solitario, ya que ni Jordi ni Marta, podían siempre acompañarme. Para ello utilizaba una vieja bicicleta y en una de estas ocasiones, en una pendiente muy pronunciada, una fatídica curva dio con mis huesos por el asfalto, lo que me ocasionó la rotura de la clavícula izquierda.

A duras penas conseguí llegar al lugar de trabajo, para que mi jefa, me llevase al hospital y de allí con tres semanas de baja, regresé a casa, a “Os Anxeles” comarca de Santiago de Compostela, a recibir los cuidados de mi madre.

Semi-vacaciones, con las incomodidades de cabestrillo, en mi aldea natal, saboreando la cocina materna, rememorando días infantiles y poniéndome al día con los amigos, comprobando lo bonitas que se habían puesto las niñas del pueblo y comenzando una nueva afición, la de la pesca, ya que setas en esas fechas, ni una.

Las fiestas del pueblo coincidieron y con ellas las primeras poses en la barra del chiringuito, con un “YinKas” en la mano y un cigarrillo en los labios. Tengo que reconocer, que el alcohol era difícil de digerir y el cigarro me daba arcadas, pero en esos momentos, parecía imprescindible aparentar y desde luego había que ser el más macho del lugar, eso era imprescindible para el cortejo, y funcionaba.

Por aquellos tiempos las niñas decentes, iban al baile, acompañadas de sus mamas, se quedaban en los muros laterales y tú tenías que tenerlos bien puestos, para acercarte a pedirles un baile. Tengo que reconocer, que siempre tenían un sí para mí, a las mamas les tranquilizaba, que estaba medio inmovilizado por el cabestrillo y a las niñas, que no estaba muy visto y que venía del otro lado de España, además que físicamente no estaba nada mal.

Las tres semanas se hicieron cortas y regresé a Cataluña, a mi puesto de camarero en el Hotel Terminus de Puigcerda, pero algo había cambiado, ahora llevaba la fiesta en el cuerpo y muchas ganas de regresar.

La temporada de setas llegaba a su fin, ya casi se podían oler las primeras nieves, los días eran más cortos y la movilidad se reducía, así que tras largas jornadas de trabajo, comencé a ser asiduo a una de las discotecas del lugar, el alcohol dejó de rascarme y el tabaco comenzó a resultarme muy agradable.

Marta también era asidua a estas fiestas e iba acompañada por Toni, su novio de aquellos momentos, a mí, no me caía nadas bien y manteníamos las distancias, sobre todo por la diferencia de edad, pero además, porque las compañías que frecuentaba, no eran nada buenas. Se decía que sus ingresos provenían de la venta de sustancias prohibidas, además, en una ocasión, saliendo de la discoteca fui asaltado por una cuadrilla, que pidiéndome primero un cigarrillo, luego intentaron robarme, y yo siempre sospeche, que él estaba detrás, aunque nunca pude saberlo con certeza.

Las nieves llegaron, y se fueron, comenzaba la temporada de setas de primavera y Jordi, vino a cenar con su familia al restaurante.

– Hola Cesar, ya tendrás ganas de setas ¿no?

– Si, muchas ganas, pero todavía no hay nada, aún queda mucha nieve.

– Eso es lo que parece…

– ¿Lo que parece?

– Si, ahora mismo están a salir las primeras setas de la primavera.

– ¿Y cuales son?

– Son los “Marzots” o “Marzuelos” y antes de que Marta nos lo diga, yo ya lo he averiguado y su nombre latín es Hygrophorus marzuolus y son una verdadera delicia.

– Pues yo no he visto nada.

– No, no son nada fáciles de ver. Queda con Marta y vamos cuando queráis.

Dicho y hecho, quedamos un sábado por la mañana, día muy frío con tremendas heladas y por el camino, Jordi nos iba comentando las características de la seta.

Es una seta viscosa, de carne espesa y blanca con la cutícula gris a negra, de láminas blanquecinas con tonos azulados, de sabor suave y agradable, algo dulce. Debéis ir con cuidado, pues es difícil de ver ya que suele estar enterrada y muy disimulada. Cuando avanza la temporada, se hace más visible, sobresaliendo del terreno, pero ahora mismo debemos fijarnos en las oraduras de los animales, sobre todo jabalíes, a los que esta seta al ser la primera les encanta.

Pronto comenzamos a ver la tierra reventada por los jabalíes y en algunos puntos restos blancos de carne de la seta y palpando el musgo, note bajo él la carnosidad de las setas, que salían agrupadas, como peleándose por salir y al sacarlas, vi por primera vez los “Marzuelos”, los olí y me enamoré de ellos.

A Marta le brillaban los ojos, también para ella era la primera vez. Recogimos media cesta y nos fuimos contentos al bar El Puerto, donde Julia nos los preparó, salteados con gambas, una delicia en deliciosa compañía.

FIN

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